jueves, 4 de febrero de 2016

Dracula. (Tod Browning, 1931)

No es el primer acercamiento del cine al mítico vampiro. Sin ir más lejos, 'Nosferatu', pese a no contar con derechos de autor y tener que cambiar los nombres de los personajes, ya adaptó el libro de Bram Stoker con bastante más fidelidad que ésta. Es complicado juzgar una película cuyo contexto es un aún tierno cine sonoro, en el que la forma de narrar estaba mutando drásticamente, y con una depresión económica reciente. Tengamos en cuenta que por entonces el "cine de toda la vida" eran películas mudas de no demasiada duración, donde las interpretaciones eran exageradas y teatrales.

Tod Browning tenía sobrada experiencia en ese cine mudo, y cierto apego por el expresionismo, pero la transición al sonoro le estaba costando un poco. Algo muy diferente a su director de fotografía en esta película, Karl Freund, que sí parecía comprender el nuevo lenguaje que se imponía en el séptimo arte. Algo palpable en este Dracula, donde encierra a los personajes en grandes planos en el primer acto en los Cárpatos y más adelante en Londres, combinándolos con los extraordinarios escenarios, con puntuales primeros planos que rememoran ese expresionismo gótico, y conduce la narración con algunos movimientos de cámara muy acertados. Además, el dinamismo de la película resulta renqueante y abrupto, tiene una escritura más propia del teatro, y a veces es demasiado precipitada, especialmente en la última secuencia, señal de que el director no se siente del todo cómodo. A tener en cuenta que estamos en una época donde el director era más un técnico que un artista, dejando esta labor a los propios productores. En este caso, Universal comenzó a matizar su particular sello en el cine de monstruos.


Y sin embargo, la película tiene una imaginería destacable, y una maravillosa ingenuidad. Llama la atención la libertad con la que adapta la novela. El personaje de Seward, quien fuera el pretendiente de Lucy, pasa a ser el padre de Mina. El viaje a Transilvania que inicia la historia lo realiza Renfield en vez de Jonathan Harker. En cualquier caso, la película esquematiza al máximo el libro y prioriza el aspecto tétrico y nauseabundo del mundo que representa.


El conde Dracula interpretado por Bela Lugosi es quien ha pasado a la posteridad, pero sin embargo no es el que más perturbación logra, no da miedo, ni siquiera enseña los colmillos. La inquietud del asunto se la concedo al enfermizo Renfield, interpretado por un frenético Dwight Frye, que logra con cada una de sus apariciones invisibilizar al resto del reparto. Su risa y sus desorbitados ojos son la principal alarma a la que recurre la película para crear la pesadilla. Igual que Van Helsing (Edward Van Sloan) resulta fascinante en su lucha hermética pero severa contra el vampiro. Bela Lugosi no era un actor muy dotado, la verdad, pero sus exageraciones, juegos y expresiones forman parte del encanto de la película. 


Es una película que hay que saber valorar en su justa medida. Por supuesto que tiene ciertos despropósitos, y que aún está bajo la batuta de una industria que está cambiando a pasos agigantados, con equipos técnicos en plena adaptación. Pero tiene el mérito de sobrevivir con cierta inocencia, de ser uno de los primeros intentos de cine de monstruo moderno y de sentar las bases del cine de terror que se prolongaría durante las siguientes décadas.

6,75/10

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